Uno de los principales problemas con el modelo de producción y consumo de la economía circular es la obsolescencia programada. La caducidad planificada o programada se refiere al acortamiento deliberado de la vida útil de un producto por parte del fabricante para aumentar el consumo. Windows 7, por ejemplo, llegó al final de su vida útil en enero pasado por decisión de Microsoft y ya no está recibiendo actualizaciones. Esto implica un alto riesgo de seguridad para sus usuarios.

Una de cada cuatro computadoras del mundo todavía usa Windows 7 como sistema operativo, según datos de Net Market Share. Esto significa que muchos usuarios tendrán que buscar otras opciones o lidiar con las consecuencias negativas de usar este software desactualizado. Sin embargo el enfoque de Microsoft con Windows 10 dista de una práctica de obsolescencia programada. El actual sistema operativo de la compañía norteamericana fue desarrollado para funcionar no solo en computadoras de última generación con altos requerimientos para su instalación. Por el contrario, el sistema puede correr en equipos antiguos y Microsoft todavía ofrece la opción de pasar gratis de Windows 7 a Windows 10. Aquí encontrarás un paso a paso de cómo hacerlo.
Propuesta para salir de la depresión económica
La obsolescencia programada es una práctica que está lejos de ser nueva. En 1932, un agente inmobiliario ruso-estadounidense llamado Bernard London, evocó por primera vez lo que llamó en ese momento, «obsolescencia programada». En un folleto de pocas páginas, disponible en línea, sentó las bases de este concepto y su interés para los fabricantes y la economía.
Es ampliamente aceptado que algunos televisores, teléfonos inteligentes y otros dispositivos tecnológicos tienen una vida útil deliberadamente corta. En otras palabras, se vuelven obsoletos después de solo unos pocos años de uso, lo que obligará a reemplazarlos. Un ejemplo totalmente actual es el de los teléfonos inteligentes. Estos móviles a menudo son desechados después de algunos años de uso. Las pantallas o botones se rompen, las baterías se agotan o sus sistemas operativos ya no reciben actualizaciones.
Sin embargo, hasta ahora, ningún estudio ha podido demostrar esta práctica real entre los fabricantes. En la mayoría de los casos, sigue siendo muy difícil distinguir entre el desgaste natural de los equipos y sus componentes, y un deseo deliberado de reducir la vida útil de un producto.
El gran problema es medioambiental
Además del impacto económico y social, la obsolescencia programada daña nuestro medio ambiente al agotar los recursos de nuestro planeta. También tiene consecuencias altamente “tóxicas”.
La cantidad de desechos electrónicos (e-waste) que se produjeron a nivel mundial en 2019 alcanzó un récord de 53,6 millones de toneladas. Esto representa un aumento de 9,2 toneladas en cinco años, según cifras del monitor mundial de desechos electrónicos 2020 de las Naciones Unidas. Un porcentaje muy alto de estos desechos que ronda 85%, suele botarse de forma descontrolada. De esta forma termina en vertederos no aptos, en países en desarrollo.
La ONU define la basura electrónica como cualquier producto desechado con una batería o enchufe. Estos desperdicios incluye sustancias tóxicas y peligrosas como el mercurio, que pueden representar un riesgo severo para la salud humana y para el medio ambiente.
Reducir la cantidad de los residuos electrónicos que genera cada país debe ser una prioridad mundial. Sin embargo, esto desafía la tendencia actual adoptada por los fabricantes de introducir diseños y componentes que son cada vez más difíciles de reparar.