Las apps de rastreo para controlar el contagio del coronavirus, como la que España va a empezar a ensayar en Canarias en junio, forman ya parte de la nueva realidad en países como Noruega o Australia. Su misión es alertar a los ciudadanos que han estado en contacto con infectados por COVID-19 para evitar un rebrote de la pandemia; mediante la comunicación de los móviles por bluetooth.

Su funcionamiento es aparentemente sencillo, pero la tecnología para poner en funcionamiento esas apps es compleja. Hay que decidir dónde están los servidores, cómo se envía la información entre ellos, por dónde discurren los datos o dónde se almacenan. Y en todo ese proceso desempeña un papel clave EE UU y sus grandes tecnológicas. Google, Amazon, Microsoft y Apple, dominan esos mercados vitales para la implantación del sistema. Desde el sistema operativo, elemental para que un smartphone funcione, hasta las arquitecturas cloud, llamadas a ir de la mano en la instalación de los servidores y cuyas prestaciones controla mundialmente en casi un 50% la empresa fundada por Jeff Bezos, según un estudio de Gartner y Goldman Sachs.

“Una información tan sensible como la sanitaria estará en manos del poder público, que te gustará más o menos, y de sus proveedores tecnológicos, como las big tech. Toda la cadena de valor de las apps estará repartida, lo que facilita fugas de información”, explica Óscar Lage, responsable de ciberseguridad de Tecnalia, que está desarrollando un sistema de detección temprana de exposición al virus.
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